A la mañana siguiente todo el negro de sus ojos estaba difuminado, formando un borrón. Se dio la vuelta en la cama y se dio cuenta de que no reconocía la habitación. Miró hacia la mesilla: un envoltorio arrugado y un par de vasos al lado de una botella sin etiqueta.
A pesar del frío de la ciudad y la ventana entreabierta se sentía bien.
Miró al otro lado. Nada, o mejor dicho, nadie.
Se sentó en la cama y comenzó a escuchar un ruido de vasos. Entonces apareció él con una bandeja y el pelo aún más revuelto que la noche anterior, o eso le parecía.
- No sabía si te gustaba el café.
- Sí, me gusta.
- Entonces he acertado, aunque tu cara me dice que eres más de colacao.
- También.
Él sonrió, y cogió la única tostada que había en el plato.
- ¿Tienes hambre?
- No ¿debería?
- Supongo, ¿seguro que no quieres nada?
- No, de verdad.
- Bueno, yo voy a hacerme otro.
Y se marchó cerrando la puerta tras él, de nuevo con una sonrisa en los labios.
El café estaba demasiado amargo para su gusto, le solía poner más azúcar (a todo) y estaba casi tibio, pero se lo bebió igual. Se puso su vestido marrón bronce, tirado cerca de la cama, que se confundía con su piel y encontró la cocina.
Él al verla, se puso frente a ella, y la miró.
- No sé llegar a casa, creo.
Sin inmutarse, la cogió la cara y la besó, lento, despacio, como había hecho unas horas antes mientras se le perdían los dedos en ese vestido.
Se marchó. Y él le abrió la puerta como siempre, sonriendo.
A pesar del frío de la ciudad y la ventana entreabierta se sentía bien.
Miró al otro lado. Nada, o mejor dicho, nadie.
Se sentó en la cama y comenzó a escuchar un ruido de vasos. Entonces apareció él con una bandeja y el pelo aún más revuelto que la noche anterior, o eso le parecía.
- No sabía si te gustaba el café.
- Sí, me gusta.
- Entonces he acertado, aunque tu cara me dice que eres más de colacao.
- También.
Él sonrió, y cogió la única tostada que había en el plato.
- ¿Tienes hambre?
- No ¿debería?
- Supongo, ¿seguro que no quieres nada?
- No, de verdad.
- Bueno, yo voy a hacerme otro.
Y se marchó cerrando la puerta tras él, de nuevo con una sonrisa en los labios.
El café estaba demasiado amargo para su gusto, le solía poner más azúcar (a todo) y estaba casi tibio, pero se lo bebió igual. Se puso su vestido marrón bronce, tirado cerca de la cama, que se confundía con su piel y encontró la cocina.
Él al verla, se puso frente a ella, y la miró.
- No sé llegar a casa, creo.
Sin inmutarse, la cogió la cara y la besó, lento, despacio, como había hecho unas horas antes mientras se le perdían los dedos en ese vestido.
Se marchó. Y él le abrió la puerta como siempre, sonriendo.